En ese momento clave, cuando EPAP fue reconocido oficialmente por la SEP y se expandió hasta convertirse en un modelo educativo completo, sentí que el dolor y los desafíos que había enfrentado cobraban un sentido profundo, casi divino. Era como si mi sufrimiento siguiera el ejemplo de Cristo, sufriendo no solo por mi propia redención, sino por el bien de otros, para que no tengan que pasar por lo mismo. Comprendí entonces que nuestras vidas a menudo tienen un propósito mayor, escondido detrás de cada prueba. Somos como el acero en manos del herrero, calentados en el fuego de las adversidades, golpeados por los martillazos del destino y finalmente templados en las aguas del entendimiento. En cada ‘rechinar’, en cada llanto, se forja nuestra verdadera forma. En aquel instante, me di cuenta de mi verdadero propósito: transformar la educación en una herramienta de empoderamiento ilimitado, un potencial sin fronteras. Ese día, vi claro que todo lo que vivimos tiene una razón de ser.